QUERIBLES HISTORIAS Y ANÉCDOTAS DEL RING Y SUS ALEDAÑOS, EN LUGAR DE MERA INFORMACIÓN; VIEJA MEMORIA EN VEZ DE NUEVA ESTADÍSTICA; PASIÓN CALIENTE CONTRA LA FRIALDAD DE LA TÉCNICA; OJO MÁS SENSIBLE QUE VISUAL: MÁS TIBIA EVOCACIÓN QUE IMAGEN CONGELADA; UN NOSTÁLGICO GANCHO EN LA NARIZ DEL OLVIDO; EN UNA PALABRA, POCO PERIODISMO, PERO ESO SÍ: PURO BOXEO.

viernes, 14 de noviembre de 2008

DE PUÑOS Y LETRAS

Las íntimas relaciones entre el boxeo y la literatura provienen de un enamoramiento mutuo por el triunfo, la carne, la emoción, la muerte, el destino. Ningún otro deporte ha generado en la literatura del siglo XX el impacto del boxeo.

Muchos de los más grandes escritores se internaron en un mundo apriori desconocido, pero bello y descarnado, con sus glorias y sus miserias, sus billetes y su sangre. Ningún juego (y los deportes lo son) produce el magnetismo del boxeo. Y los escritores siempre buscan efecto. El boxeo, en este caso, proporciona adrenalina por toneladas, y entonces se explica por qué vuelven siempre con nuevas historias, algunas realmente apasionantes. El cine las llevará después a los ojos de millones, pero ese es otro tema, sobre el que ya regresaremos. Por ahora, va aquí una lista de recomendación literaria para los amantes del pugilismo (o una galería de puños y peleas para los adictos a la literatura interesada en todos los fenómenos humanos, y el boxeo lo es, con creces).

Se dice que la mejor novela sobre este género es "Más dura será la caída", obra del norteamericano Budd Schulberg (1947), que luego se transformó en la última película de Bogart.

Pero parece no irle en zaga "Relatos del Cuadrilátero", del famoso escocés Arthur Conan Doyle, el inventor de Sherlock Holmes. Estas narraciones son antológicas y han sido reeditadas no hace mucho tiempo en la Argentina.

Ni que hablar de la novela "Un pedazo de carne", que el legendario norteamericano Jack London impuso en los albores del pasado siglo.

Dos premios Nobel de Literatura, Ernest Hemingway y Norman Mailer, produjeron enormes obras vinculadas con el boxeo. El primero, con su cuento "Fifty Grand" ("Cincuenta de los grandes"), y Mailer con la ya antológica obra periodística "La pelea del siglo", basada en el choque entre Muhammad Ali y George Foreman en el Zaire.

Nuestro Julio Cortázar, fanático del boxeo desde la tribuna, no se privó de dejar para la posteridad tres perlas incomparables en forma de cuento: "Torito", que narra ficcionalmente la agonía de Justo Suárez; "La noche de Mantequilla", un thriller que se desarrolla la misma noche en que Monzón derrota al campeón cubano-mexicano, y "Segundo Viaje", un verdadero hallazgo sin mucha promoción.

Y qué decir del estupendo "Cuarteles de Invierno", donde Osvaldo Soriano obtiene un inolvidable personaje extraído de sus noches y de su afición por el boxeo.

En el libro 'Cross a la mandíbula' se recopilaron hace un tiempo algunos buenos textos de otros escritores nacionales, como "El Laucha Benítez cantaba boleros", de Ricardo Piglia; "Kid Ñandubay", de Bernardo Kordon y "Caída de un peso mediano", de Alberto Vanasco.

Mi gusto personal me lleva a recomendar también una querible y emotiva novela del escritor chileno Enrique Lafourcade, titulada "Mano Bendita", así como "El Duke", de la inspiración siempre tremenda de Enrique Medina.

Dejo para el final el más grande ensayo escrito hasta hoy sobre el boxeo, en clave psicológica. Se trata de "On Boxing" o "Del Boxeo", de la magnífica escritoria norteamericana Joyce Carol Oates, una experta increíble en pugilismo, que suele estar nominada (o abonada) a la posibilidad de un Nobel que largamente merece. Este breve libro es imperdible, y todavía existen algunos ejemplares sueltos en Buenos Aires, de la edición publicada en Barcelona hace más de veinte años.

En esa línea, hace un tiempo llegó a nuestra ciudad "Entre las cuerdas. Memorias de un aprendiz de boxeador", otro ensayo, esta vez sociológico, del francés Loic Wacquant, un tipo que se enamoró del boxeo en los barrios pobres y negros de Chicago, donde llegó para realizar una investigación de su mettier, y terminó boxeando en torneos amateurs, luego de vivir diariamente la fragua del gimnasio.

Respecto de libros técnicos sobre boxeo, no hay mucho que inventar. Porque los dos mejores que se conocen en el mundo han sido escritos por argentinos hace añares. "Secretos del Ring", del maestro tucumano Pedro Cuggia (1956) y "El Boxeo", del cordobés Ángel Auzzani. El primero fue recomendado en Nueva York a un cronista argentino que buscaba allí "algún librito sobre técnica boxística" ¿Usted es argentino?, le preguntaron ¿Y cómo no conoce el libro de Cuggia? Nunca se escribió nada mejor". Y el que lo dijo era una enciclopedia pugilística...

Finalmente, la compilación que efectuó Osvaldo Príncipi en "La vida es un ring", aparece como una interesante serie de reportajes sobre boxeo realizados a personalidades relacionadas con el mundo del arte. Claro y singular. También en el área del reportaje, deben recomendarse las "Entrevistas" de Carlos Irusta, producto de su enorme experiencia periodística. Y como uno es algo vanidoso, invita a leer los cuentos "El Andamio"," Cachazú", "El debut", "El campeón reencarnado" y "Abeja Negra", en el libro que lleva como título precisamente el que cierra la nómina, todos incluídos además en la segunda edición de "Narices Chatas" (2006).

A Joyce Carol Oates le debemos esta reflexión: "El boxeo es una primitiva forma de arte, tan primitiva como el nacimiento, la muerte o el amor erótico. Las experiencias más profundas de nuestra vida son acontecimientos físicos, aunque nos consideramos, y seguramente somos, seres esencialmente espirituales".

Y a Julio Cortázar, esta marca en el orillo: "Cuando era joven iba a ver boxeo en el Luna Park con un libro bajo el brazo. En esa época miraba todo con un criterio estético, y encontré en el boxeo un espectáculo, más que eso, un fenómeno estético incomparable".



jueves, 13 de noviembre de 2008

UN TIGRE BLANCO, CON OJOS VERDES

A la memoria de José María Gatica, al cumplirse el 45º aniversario del fallecimiento de un hombre que se sintió feliz, sólo mientras fue boxeador. Ni antes, ni después. (12-11-08)

Una noche cualquiera, nadie sabe cómo, el fuego se tragó el kiosco de la estación ferroviaria de Villa Mercedes, provincia de San Luis. Fue en 1931. El dueño quedó en la ruina, y su esposa, María Tomasa Correa, decidió abandonarlo con tres de sus hijos.

Así, otra noche cualquiera, el cuarteto aterrizó en Retiro con dos valijas y otros cinco bultos penosos. Instalados en una pensión de peor muerte, los turistas comenzaron su nueva vida con ojos inocentes y pinta de culpables. Al pibe le tocó siempre la peor parte. Cuando tuvo doce años, su agenda laboral ya estaba repleta. Desde las siete de la mañana junta papeles en Plaza Constitución; a la tarde vende pastillas en los andenes, y combina esa tarea con su colaboración en una lechería, donde un gallego todo corazón le exije barrer la vereda, limpiar los baños y hacer los mandados, todo a cambio de comida y de guardarle el cajón de lustrar zapatos, que el empleado utiliza luego hasta la madrugada en la puerta del Café El Ancla, ochava sudeste de San Juan y Paseo Colón. A la escuela no va más. En San Luis había repetido tres veces el primer grado, y la maestra prefirió adoptarlo como custodia personal para imponer el orden en la clase.

Otra noche cualquiera, de 1939, el pibe se asoma a una de las ventanas de la Misión Inglesa, donde lo marinos británicos comen, escapan de la soledad, escuchan las charlas de un cura anglicano, y también boxean. El pibe de piel blanquísima y ojos verdes cumplió catorce años y cobra 30 centavos por pelear con el que cuadre, siempre que no lo supere en más de tres kilogramos. Tiene agallas y un estilo implacable, frenético. Allí lo descubre Lázaro Koci, un peluquero albanés, paciente buscador de nuevos prospectos, casi un mago en esa especialidad. Bajo su tutela, el pibe debutará en un campeonato amateur en la Federación, donde los jueces confunden los nombres y le otorgan el triunfo a su adversario, un tal Armando Castillo.

Tal vez este pibe sea mañana El Tigre (para él) o El Mono (para las tribunas), un hombre rico y envidiado, odiado y humillado por muchos que no le perdonaron delitos tales como decir ante un grupo de adulones: “les doy cinco minutos para mirarme”, o gravísimas faltas como declarar que un rival “tiene cara de lona”. Esas imperdonables transgresiones (o acaso su condición de símbolo del primer peronismo) llevarán al pintoresco político Alfredo Palacios a sentenciar ante la muerte del pibe, bajo las ruedas de un colectivo -otra vez pobre y a los 38 años- que su personalidad (la del pibe) “no es digna como para preocupar al paÍs”, mientras otro país, al mismo tiempo, carga su ataúd a pulso durante siete horas hasta el cementerio de Avellaneda.