QUERIBLES HISTORIAS Y ANÉCDOTAS DEL RING Y SUS ALEDAÑOS, EN LUGAR DE MERA INFORMACIÓN; VIEJA MEMORIA EN VEZ DE NUEVA ESTADÍSTICA; PASIÓN CALIENTE CONTRA LA FRIALDAD DE LA TÉCNICA; OJO MÁS SENSIBLE QUE VISUAL: MÁS TIBIA EVOCACIÓN QUE IMAGEN CONGELADA; UN NOSTÁLGICO GANCHO EN LA NARIZ DEL OLVIDO; EN UNA PALABRA, POCO PERIODISMO, PERO ESO SÍ: PURO BOXEO.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

NISEI LOCCHE

No hace mucho tiempo, Nicolino Locche evocó para nosotros algunos detalles de la pelea que le valió la corona del mundo en aquel lejano 12 de diciembre de 1968. Él ya no está porque se fue flotando en la nube de humo de sus cigarros rubios favoritos. Pero quedó su manera de ver las cosas, sencilla, casi fatalista, tan despreocupada y bohemia como su andar por el cuadrilátero, especialmente en aquel encuentro del que estamos celebrando el 40º aniversario.

A los nueve años ingresó por primera vez en un gimnasio de boxeo. A poco de cumplir los diecinueve se inició como profesional. A los veintinueve, Nicolino Locche consiguió el título mundial de los welter juniors en Tokio. Fue un jueves por la mañana en la Argentina, nueve horas después del día más caluroso de ese año 1968. En Tokio hacía frío, pero el camarín del estadio Kuramae estaba lo suficientemente calefaccionado -afuera había trece mil personas- como para que Nico durmiera su habitual siesta previa a cada uno de sus combates. Tirado sobre la camilla de masajes, apoyado sobre una esterilla y cubierto apenas por una breve toalla roja, aquel espontáneo, creativo y despistado boxeador aguardaba el momento de subir al ring para vapulear al hawaiano Paul Fuji, tal como había previsto desde el mismo momento en que se concertó el combate, seis meses antes, durante una convención de la Asociación Mundial en Pittsburgh.

Locche -batuizado Intocable por el periodista Piri García- nació con los guantes puestos y hasta el propio Paco Bermúdez debió admitir que aquel niño de tercer grado primario superaba en aptitudes a cualquier aspirante con decenas de peleas amateurs sobre la espalda.

El gimnasio Mocoroa, la tranquilidad mendocina y un indisimulable desapego por todo lo que fuese rigor y disciplina cimentaron luego la historia de Locche-ídolo, sólo superado en esa condición por Justo Suárez, aunque más "nuestro" por la cercanía del tiempo en que lució sobre el ring con su galera y su bastón, su ángel y su desparpajo. A caballo de aquel estilo personal, único, como rey del esquive, del visteo, de la palanca, del bloqueo. Manos de algodón, es cierto, pero con potencia no hubiese sido humano. Además, con su bagaje le puso un matiz distinto a una actividad dramática, un moño colorido al atuendo gris y duro de un oficio ingrato, riesgoso, tremendo.

"Estaba seguro de ganar. Fuji era menos que rivales anteriores como Laguna, Lopoppolo, Perkins o Brown. Y tampoco fue mi mejor pelea, por esa misma razón. Claro, es la que la gente recuerda más. Por el título, por la paliza, por el papelón del japonés. Le pegué hasta en la lengua, pobre tipo. Y para colmo, el público, después de tirarle de todo por abandonar la pelea, me llamaba Nisei (maestro) y me siguió con aplausos hasta la calle. Hasta me pedían que me quedara para enseñar boxeo en Japón...".

Locche no lo dice, pero era otro boxeo. Cobró como retador sólo cinco mil dólares, y el campeón unos cuarenta mil. El contrato lo firmó Tito Lectoure en una servilleta -lo primero que tuvo a mano- para que los apoderados de Fuji no pudieran echarse atrás, como había ocurrido con Lopoppolo. Nadie quería pelear con Locche, que llegó a su compromiso cumbre con 106 peleas profesionales a cuestas. Ya era ídolo. Después sería leyenda. Las cinco defensas en el Luna Park (Morocho Hernández, Joao Henrique, Adolph Pruitt, Domingo Barrera Corpas, Antonio Cervantes) agregaron lustre. Las posteriores derrotas ante Peppermint Frazer en Panamá y el propio Cervantes (Kid Pambelé) en Maracaibo sirvieron para realimentar la polémica sobre su boxeo casero y su escaso interés por el entrenamiento. Pero no lograron lastimar su imagen. Volvió después de esos traspiés, siempre con estadio lleno, localidades agotadas, perfume de mujer en el ring side, alta costura al borde del ring. Y hasta casi se anima a retornar a los 41...

"Yo le decía a Cacho Fontana que sólo ensayara el aviso donde el sponsor (Peñaflor) me felicitaba por el triunfo. Que no perdiera el tiempo con el que me agradecían igual, por haber dejado todo. Ma' que "cumplió dignamente" ni que carajo... Yo estaba convencido de que ganaba. Sólo me jodía la concentración, que ya era muy larga, y las precacauciones para no pasarme con el peso. Pero igual le tomaba la naranjada al Viejo Mórtola, de Crónica, o lel usaba la pieza a De Biase, de Clarín, para fumarme un faso. Estaba aburrido en el hotel. Akanaka Prince, se llamaba. O algo parecido".

Era otro tiempo para el boxeo argentino también. Muchos enviados especiales. Una sola empresa patrocinadora, que hasta pagó los pasajes del sparring Juan Aguilar. Una página entera, a veces dos, en los diarios durante la semana previa. Y una cobertura infernal después del triunfo de Nicolino. A miles de kilómetros esperaba la autobomba de los bomberos voluntarios, igual que con Accavallo. El Intocable había cumplido con su pronóstico. Su superioridad fue abismal. Si hasta pareció un pugilista completo aquella vez.

Izquierda que va y viene. Jab que rompe la cara de Fuji. Derecha que se cruza y vuelve a dar en el blanco. Y un rival ausente, desorientado, perdido en el ring, cansado de nadar en el aire, de pegarle a nadie; decidido a irse en el noveno asalto, capaz de traicionar el principio oriental que obliga a quedarse hasta el final, aun ante la más absoluta adversidad.

"Buena persona, Fuji. Ellos le dieron con un caño, pero yo lo entendí. Qué iba a hacer. Estaba roto por todos los costados. No veía. Iba abajo en las tarjetas. El referí yanqui (Nick Pope) le daba ánimo, pero ni así. Al tiempo nos encontramos en Buenos Aires. Yo me había quedado con la corona y él con la cara estropeada. Hasta ahí, todo bien...

...después vino el trabajo de campeón. Muy sacrificado. Muchos autógrafos. Poca intimidad. Me separé de mi esposa y gasté más de la cuenta. Pero no le hice mal a nadie. Ahora, a la distancia, todo se ve de otra forma. Estoy satisfecho. Vivo feliz con María Rosa, como bien, visto bien. Y trato de no fumar, pero no puedo. El cigarrillo fue y es mi peor rival. Pero no lo odio. Lo respeto. Era más fácil boxear".

Total esta noche/minga de yirar
si hoy pelea Locche/ en el Luna Park...
(de "Un Sábado Más". Autor: Chico Novarro)

viernes, 14 de noviembre de 2008

DE PUÑOS Y LETRAS

Las íntimas relaciones entre el boxeo y la literatura provienen de un enamoramiento mutuo por el triunfo, la carne, la emoción, la muerte, el destino. Ningún otro deporte ha generado en la literatura del siglo XX el impacto del boxeo.

Muchos de los más grandes escritores se internaron en un mundo apriori desconocido, pero bello y descarnado, con sus glorias y sus miserias, sus billetes y su sangre. Ningún juego (y los deportes lo son) produce el magnetismo del boxeo. Y los escritores siempre buscan efecto. El boxeo, en este caso, proporciona adrenalina por toneladas, y entonces se explica por qué vuelven siempre con nuevas historias, algunas realmente apasionantes. El cine las llevará después a los ojos de millones, pero ese es otro tema, sobre el que ya regresaremos. Por ahora, va aquí una lista de recomendación literaria para los amantes del pugilismo (o una galería de puños y peleas para los adictos a la literatura interesada en todos los fenómenos humanos, y el boxeo lo es, con creces).

Se dice que la mejor novela sobre este género es "Más dura será la caída", obra del norteamericano Budd Schulberg (1947), que luego se transformó en la última película de Bogart.

Pero parece no irle en zaga "Relatos del Cuadrilátero", del famoso escocés Arthur Conan Doyle, el inventor de Sherlock Holmes. Estas narraciones son antológicas y han sido reeditadas no hace mucho tiempo en la Argentina.

Ni que hablar de la novela "Un pedazo de carne", que el legendario norteamericano Jack London impuso en los albores del pasado siglo.

Dos premios Nobel de Literatura, Ernest Hemingway y Norman Mailer, produjeron enormes obras vinculadas con el boxeo. El primero, con su cuento "Fifty Grand" ("Cincuenta de los grandes"), y Mailer con la ya antológica obra periodística "La pelea del siglo", basada en el choque entre Muhammad Ali y George Foreman en el Zaire.

Nuestro Julio Cortázar, fanático del boxeo desde la tribuna, no se privó de dejar para la posteridad tres perlas incomparables en forma de cuento: "Torito", que narra ficcionalmente la agonía de Justo Suárez; "La noche de Mantequilla", un thriller que se desarrolla la misma noche en que Monzón derrota al campeón cubano-mexicano, y "Segundo Viaje", un verdadero hallazgo sin mucha promoción.

Y qué decir del estupendo "Cuarteles de Invierno", donde Osvaldo Soriano obtiene un inolvidable personaje extraído de sus noches y de su afición por el boxeo.

En el libro 'Cross a la mandíbula' se recopilaron hace un tiempo algunos buenos textos de otros escritores nacionales, como "El Laucha Benítez cantaba boleros", de Ricardo Piglia; "Kid Ñandubay", de Bernardo Kordon y "Caída de un peso mediano", de Alberto Vanasco.

Mi gusto personal me lleva a recomendar también una querible y emotiva novela del escritor chileno Enrique Lafourcade, titulada "Mano Bendita", así como "El Duke", de la inspiración siempre tremenda de Enrique Medina.

Dejo para el final el más grande ensayo escrito hasta hoy sobre el boxeo, en clave psicológica. Se trata de "On Boxing" o "Del Boxeo", de la magnífica escritoria norteamericana Joyce Carol Oates, una experta increíble en pugilismo, que suele estar nominada (o abonada) a la posibilidad de un Nobel que largamente merece. Este breve libro es imperdible, y todavía existen algunos ejemplares sueltos en Buenos Aires, de la edición publicada en Barcelona hace más de veinte años.

En esa línea, hace un tiempo llegó a nuestra ciudad "Entre las cuerdas. Memorias de un aprendiz de boxeador", otro ensayo, esta vez sociológico, del francés Loic Wacquant, un tipo que se enamoró del boxeo en los barrios pobres y negros de Chicago, donde llegó para realizar una investigación de su mettier, y terminó boxeando en torneos amateurs, luego de vivir diariamente la fragua del gimnasio.

Respecto de libros técnicos sobre boxeo, no hay mucho que inventar. Porque los dos mejores que se conocen en el mundo han sido escritos por argentinos hace añares. "Secretos del Ring", del maestro tucumano Pedro Cuggia (1956) y "El Boxeo", del cordobés Ángel Auzzani. El primero fue recomendado en Nueva York a un cronista argentino que buscaba allí "algún librito sobre técnica boxística" ¿Usted es argentino?, le preguntaron ¿Y cómo no conoce el libro de Cuggia? Nunca se escribió nada mejor". Y el que lo dijo era una enciclopedia pugilística...

Finalmente, la compilación que efectuó Osvaldo Príncipi en "La vida es un ring", aparece como una interesante serie de reportajes sobre boxeo realizados a personalidades relacionadas con el mundo del arte. Claro y singular. También en el área del reportaje, deben recomendarse las "Entrevistas" de Carlos Irusta, producto de su enorme experiencia periodística. Y como uno es algo vanidoso, invita a leer los cuentos "El Andamio"," Cachazú", "El debut", "El campeón reencarnado" y "Abeja Negra", en el libro que lleva como título precisamente el que cierra la nómina, todos incluídos además en la segunda edición de "Narices Chatas" (2006).

A Joyce Carol Oates le debemos esta reflexión: "El boxeo es una primitiva forma de arte, tan primitiva como el nacimiento, la muerte o el amor erótico. Las experiencias más profundas de nuestra vida son acontecimientos físicos, aunque nos consideramos, y seguramente somos, seres esencialmente espirituales".

Y a Julio Cortázar, esta marca en el orillo: "Cuando era joven iba a ver boxeo en el Luna Park con un libro bajo el brazo. En esa época miraba todo con un criterio estético, y encontré en el boxeo un espectáculo, más que eso, un fenómeno estético incomparable".



jueves, 13 de noviembre de 2008

UN TIGRE BLANCO, CON OJOS VERDES

A la memoria de José María Gatica, al cumplirse el 45º aniversario del fallecimiento de un hombre que se sintió feliz, sólo mientras fue boxeador. Ni antes, ni después. (12-11-08)

Una noche cualquiera, nadie sabe cómo, el fuego se tragó el kiosco de la estación ferroviaria de Villa Mercedes, provincia de San Luis. Fue en 1931. El dueño quedó en la ruina, y su esposa, María Tomasa Correa, decidió abandonarlo con tres de sus hijos.

Así, otra noche cualquiera, el cuarteto aterrizó en Retiro con dos valijas y otros cinco bultos penosos. Instalados en una pensión de peor muerte, los turistas comenzaron su nueva vida con ojos inocentes y pinta de culpables. Al pibe le tocó siempre la peor parte. Cuando tuvo doce años, su agenda laboral ya estaba repleta. Desde las siete de la mañana junta papeles en Plaza Constitución; a la tarde vende pastillas en los andenes, y combina esa tarea con su colaboración en una lechería, donde un gallego todo corazón le exije barrer la vereda, limpiar los baños y hacer los mandados, todo a cambio de comida y de guardarle el cajón de lustrar zapatos, que el empleado utiliza luego hasta la madrugada en la puerta del Café El Ancla, ochava sudeste de San Juan y Paseo Colón. A la escuela no va más. En San Luis había repetido tres veces el primer grado, y la maestra prefirió adoptarlo como custodia personal para imponer el orden en la clase.

Otra noche cualquiera, de 1939, el pibe se asoma a una de las ventanas de la Misión Inglesa, donde lo marinos británicos comen, escapan de la soledad, escuchan las charlas de un cura anglicano, y también boxean. El pibe de piel blanquísima y ojos verdes cumplió catorce años y cobra 30 centavos por pelear con el que cuadre, siempre que no lo supere en más de tres kilogramos. Tiene agallas y un estilo implacable, frenético. Allí lo descubre Lázaro Koci, un peluquero albanés, paciente buscador de nuevos prospectos, casi un mago en esa especialidad. Bajo su tutela, el pibe debutará en un campeonato amateur en la Federación, donde los jueces confunden los nombres y le otorgan el triunfo a su adversario, un tal Armando Castillo.

Tal vez este pibe sea mañana El Tigre (para él) o El Mono (para las tribunas), un hombre rico y envidiado, odiado y humillado por muchos que no le perdonaron delitos tales como decir ante un grupo de adulones: “les doy cinco minutos para mirarme”, o gravísimas faltas como declarar que un rival “tiene cara de lona”. Esas imperdonables transgresiones (o acaso su condición de símbolo del primer peronismo) llevarán al pintoresco político Alfredo Palacios a sentenciar ante la muerte del pibe, bajo las ruedas de un colectivo -otra vez pobre y a los 38 años- que su personalidad (la del pibe) “no es digna como para preocupar al paÍs”, mientras otro país, al mismo tiempo, carga su ataúd a pulso durante siete horas hasta el cementerio de Avellaneda.